“Yo restablecí la paz descabezando a los hombres
y vendiendo sus cráneos para amuletos.
Mis soldados cortaron después las manos
de las mujeres.”
Ramos Sucre.
José
Antonio Ramos Sucre
(Venezuela,
1890 - 1930)
Meditación
Inquieta
(2015)
(2015)
EL HERBOLARIO
EL TOPO y el lince eran los ministros de mi sabiduría
secreta. Me
habían seguido al establecerme en un paisaje desnudo. Unos pájaros
blancos lamentaban la suerte de Euforión, el de las alas de
fuego, y la atribuían al ardimiento precoz, al deseo del peligro.
El topo y el lince me ayudaban en el descubrimiento del porvenir
por medio de las llamas danzantes y de la efusión del vino,
de púrpura sombría. Yo contaba el privilegio de rastrear los pasos
del ángel invisible de la muerte.
Yo recorría la tierra, sufriendo la grita y pedrea de la multitud.
No conseguí el afecto de mis vecinos alumbrándoles aguas
subterráneas en un desierto de cal.
Una doncella se abstuvo de censurar mi traje irrisorio, presente
de Klingsor, el mago infalible.
Yo la salvé de una enfermedad inveterada, de sus lágrimas
constantes. Un espectro le había soplado en el rostro y yo le
volví
la salud con el auxilio de las flores disciplinadas y fragantes
del
díctamo, lenitivo de la pesadumbre.
Ilustración: Úrsula Rey Omau |
LA TABERNA
LOS LIBERTINOS disparaban en
una risa abundante al lanzar con
el pie, en distintos sentidos, la gorra de la fondista. Su
embriaguez,
efecto de un brebaje mortal, se confundía con la enajenación. La
llama de los reverberos imitaba el tinte del ajenjo.
Un duende rojo volaba sobre las copas vacías y derribadas.
El más viejo de los libertinos se había tornado flemático y
adiposo. Los compañeros intentaban irritarlo con sobrenombres
amenos. Pero nada lograban con el veterano de la licencia y de la
bacanal. Había arrojado de sí mismo la caperuza de campanillas
del bufón.
Alguien despidió una mecha encendida sobre el fauno soñoliento
y sobresaltó su torpeza y la convirtió en aflicción y en miedo.
Los calaveras le formaron una rueda festiva y probaron a
refrescarlo
con aspersiones de agua. Presenciaron, atónitos, la ignición del
ebrio, caso maravillado y hasta desmentido
por la ciencia.
Ilustración: Úrsula Rey Omau |
RÚNICA
EL REY inmoderado nació de los amores de su madre
con un monstruo
del mar. Su voz detiene, cerca de la playa, una orca alimentada
del tributo de cien doncellas.
Se abandona, durante la noche, al frenesí de la embriaguez y
sus leales juegan a herirse con los aceros afilados, con el dardo
de
cazar jabalíes, pendiente del cinto de las estatuas épicas.
El rey incontinente se apasiona de una joven acostumbrada a
la severidad de la pobreza y escondida en su cabaña de piedras. Se
embellecía con las flores del matorral de áspera crin.
La joven es asociada a la vida orgiástica. Un cortesano dicaz
añade una acusación a su gracejo habitual. El rey interrumpe el
festín
y la condena a morir bajo el tumulto de unos caballos negros.
La víctima duerme bajo el húmedo musgo.
Ilustración: Úrsula Rey Omau |
EL MANDARÍN
YO HABÍA perdido la gracia del emperador de China.
No podía dirigirme a los ciudadanos sin advertirles de modo
explícito mi degradación.
Un rival me acusó de haberme sustraído a la visita de mis
padres cuando pulsaron el tímpano colocado a la puerta de mi
audiencia.
Mis criados me negaron a los dos ancianos, caducos y desdentados,
y los despidieron a palos.
Yo me prosterné a los pies del emperador cuando bajaba a su
jardín por la escalera de granito. Recuperé el favor comparando
su rostro al de la luna.
Me confió el debelamiento y el gobierno de un distrito lejano,
en donde habían sobrevenido desórdenes. Aproveché la ocasión
de probar mi fidelidad.
La miseria había soliviantado los nativos. Agonizaban de hambre
en compañía de sus perros furiosos. Las mujeres abandonaban
sus criaturas a unos cerdos horripilantes. No era posible roturar
el
suelo sin provocar la salida y la difusión de miasmas pestilentes.
Aquellos seres lloraban en el nacimiento de un hijo y ahorraban
escrupulosamente para comprarse un ataúd.
Yo restablecí la paz descabezando a los hombres y vendiendo
sus cráneos para amuletos. Mis soldados cortaron después las manos
de las
mujeres.
Ilustración: Úrsula Rey Omau |
PRELUDIO
YO QUISIERA estar entre vacías
tinieblas, porque el mundo lastima
cruelmente mis sentidos y la vida me
aflige, impertinente
amada que me cuenta amarguras.
Entonces me habrán abandonado los
recuerdos: ahora huyen
y vuelven con el ritmo de infatigables
olas y son lobos aullantes en
la noche que cubre el desierto de
nieve.
El movimiento, signo molesto de la
realidad, respeta mi fantástico
asilo; mas yo lo habré escalado de
brazo con la muerte. Ella
es una blanca Beatriz, y, de pies sobre
el creciente de la luna, visitará
la mar de mis dolores. Bajo su hechizo
reposaré eternamente y
no lamentaré más la ofendida belleza ni
el imposible amor.
DEL SUBURBIO
LA MISERIA nos había reducido a un sótano. Yo sufría a
cada paso
la censura de mis culpas.
Conservo la satisfacción de no haber ultrajado a mi consorte
ni a mis hijos cuando gemían en la oscuridad. El vicio no me
negaba
a la misericordia.
Enfermaron y murieron de un mal indescifrable, tórpido. Una
fiebre, efecto de la vivienda malsana, les suprimió el sentido.
Me he consolado al recordar la agonía del niño superviviente.
Se imaginaba con bastante vivacidad el temple de ese día, el
primero
del año, y señalaba el sol cárdeno y el cielo desnudo. Una
figura lo seducía desde un trineo veloz, de campanillas de plata.
Su madre le había descrito una escena parecida antes de
abandonarlo
en
este mundo.
EL FUGITIVO
HUÍA ANSIOSAMENTE, con pies doloridos, por el
descampado.
La nevisca mojaba el suelo negro.
Esperaba salvarme en el bosque de los
abedules, incurvados
por la borrasca.
Pude esconderme en el antro causado por el
desarraigo de un
árbol. Compuse las raíces manifiestas para
defenderme del oso
pardo, y despedí los murciélagos a gritos y
palmadas.
Estaba atolondrado por el golpe recibido en
la cabeza. Padecía
alucinaciones y pesadillas en el escondite.
Entendí escaparlas
corriendo más lejos.
Atravesé el lodazal cubierto de juncos
largos, amplectivos,
y salí a un segundo desierto. Me abstenía de
encender fogata por
miedo de ser alcanzado.
Me acostaba a la intemperie, entumecido por
el frío. Entreveía
los mandaderos de mis verdugos metódicos. Me
seguían a caballo,
socorridos de perros negros, de ojos de fuego
y ladrido feroz. Los
jinetes ostentaban, de penacho, el hopo de
una ardita.
Divisé, al pisar la frontera, la lumbre del
asilo, y corrí a agazaparme
a los pies de mi dios.
Su imagen sedente escucha con los ojos bajos
y sonríe con
dulzura.
Ilustración: Úrsula Rey Omau |
PORTADA DEL LIBRO
Meditación Inquieta
Editorial: Biblioteca Ayacucho
Colección: Claves de América, Nº 40.
Meditación Inquieta |
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